Cuento: No entiendes nada
Escrito por Radio Mejor el 15 de mayo de 2022
Por Linette Cozaya Otto vía i am not a sad blogger
Cada mañana, al salir el sol, corro a despertarla; es arduo trabajo, pero con unos cuantos besos logro hacer que salga de la cama. La espero mientras me arreglo para salir con ella. Le gusta que nos veamos presentables, me repite siempre lo guapo que soy. Cuando por fin se alista, coge las llaves y vamos fuera. Nos encanta saludar a todos, somos amables y sonreímos cuando cruzamos camino con los vecinos. Corremos un rato en el parque que está cerca de casa, soy mucho más rápido que ella, pero la espero para no perderla de vista. Luego volvemos y me siento a su lado mientras desayuna, mientras trabaja. Más tarde, damos otro paseo, conseguimos algo de comer y lo comemos en el apartamento. Tenemos una buena vida, me ama y la amo, nos conocemos hace muchos años y hacemos buen equipo.
Un día sale sin mí, por varias horas; no suele hacer eso. Espero que esté pensando en mí, donde quiera que esté. Cuando por fin vuelve me abraza muy fuerte, me dice, llorando, lo mucho que me ha extrañado. No me gusta verla llorar. La lleno de besos para que no dude en que la he echado de menos. Desde ese día nada ha sido lo mismo: al ir a despertarla, no importa los besos que le dé, me abraza y me pide que me quede con ella; así que el horario para salir se recorre. Juega con mis chinos mientras vemos cómo entra cada vez más la luz del sol a través de la persiana, dibujando con colores más brillantes las fotos, las flores que tiene en el buró, las torres de libros y su bello rostro. No tengo ningún problema con esta nueva rutina, lo único que quiero, es estar a su lado.
Dejamos de correr, ahora hacemos caminatas largas, y no conseguimos comida fuera tampoco, la traen desconocidos. Aunque sus pedidos se ven y huelen delicioso, nunca se termina lo que ha ordenado, lo deja a la mitad y nos vamos a acostar temprano. Le ha dado por ponerse mucha ropa encima, calcetines, sudadera y pantalón para meterse en la cama y encender el televisor. Solíamos tener visitas muy seguido, últimamente, nadie viene ya, hasta que una mañana suena el timbre: es su madre. La adoro, es una persona encantadora, se nota que de ahí sacó la sonrisa, el cabello negro y los ojos brillantes. Después de saludar, me retiro a acostarme para darles privacidad, puedo escuchar sus risas y charla animada, que comienza a arrullarme: su voz cuando tiene visitas, es la más dulce. Dormito un poco pero despierto al escuchar que lloran en la sala. Corro a ver qué es lo que está ocurriendo: ¿ambas llorando? Intento distraerlas, traigo su libro favorito, quizá eso las haga sentir mejor. Lo agradecen pero no paran el torrente de lágrimas que han dejado correr. Oficialmente, estoy preocupado.
No logro hacerlas sonreír, tienen los ojos hinchados y usan muchos pañuelos. Después de mil abrazos, se marcha su madre y puedo quedarme solo con ella, sé que me toca una noche de consolarla. Me encanta cuando me dice “no entiendes nada” y sonríe para luego besarme; tiene razón esta vez, no entiendo nada, pero quiero estar para ella, es lo más importante en mi vida. Pasan muchos días, en los que cada vez salimos menos, en los que cada vez pasamos más tiempo acurrucados en su cama. Algunos vecinos comentan que se ve pálida, que ha bajado de peso. Para mí, se sigue viendo espectacular, se lo hago saber al mirarla fijamente para luego besar su nariz, eso nunca falla en hacerla sonreír. Nos preparamos para salir y bajamos las escaleras. Se derrumba sin previo aviso, la veo caer lentamente ante mí: ojos cerrados, el cabello enmarcando su cara, la cabeza rebota en el suelo. Me quedo congelado, hay gente corriendo, gritando a mi alrededor. Mi corazón late tan fuerte que no me deja escuchar lo que pasa, todo es confuso y borroso. Llegan señores vestidos de azul y la acomodan en una cama muy extraña que tiene ruedas; abre los ojos, me mira, grita mi nombre, extendiendo la mano.
Me quedo sentado en el recibidor del edificio, no tengo a dónde ir, no sé a dónde se la han llevado. Me duele todo, quiero encontrarla, quiero estar con ella. El portero me repite a cada rato que todo estará bien y que no tengo de qué preocuparme. Pasan horas, que siento eternas, hasta que llega su madre. Corro a saludarla, seguro ella sabe a dónde se la han llevado. Se ve terrible, tiene la cara hinchada y roja. En cuanto me mira, se suelta a llorar, el portero tiene que acercarle una silla. Cuando recupera un poco de compostura, dice entre lágrimas y suspiros que ahora iré a vivir con ella, que seremos compañeros y que juntos nos ayudaremos en estos tiempos difíciles. Beso su mano y me pego lo más que puedo a ella. “No entiendes nada”, me dice y ambos sonreímos sin dejar de llorar.
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