Cuento: El llamado

Escrito por el 20 de abril de 2022

Por Linette Cozaya Otto vía i am not a sad blogger

Nuestros veranos consistían en madrugar para que mamá y papá nos llevaran a casa de Lita, nuestra abuelita. Nos bañábamos cuando todavía no había luz afuera, nos poníamos vestido con pantalón abajo, porque hacía frío y cogíamos nuestras mochilas, listas desde el día anterior con muñecas, libretas y colores. A veces llevábamos un recipiente grande para que fuera la piscina de las muñecas, si hacía sol y Lita nos dejaba salir mientras hacía la comida. Nos recibía aún en pijama, su casa era cálida por la mañana y la noche, durante el día, era helada. Al llegar, nos ofrecía chocomilk, que bebíamos viendo la televisión en su cuarto. Podíamos quedarnos horas viendo a las Chicas Superpoderosas, Johnny Bravo, los Rugrats y Hey Arnold, pero a Lita le parecía que la tele se calentaba y nos mandaba a jugar. Éramos mi hermana y yo contra un día sin actividades fijas: horas y horas que llenar con nuestra imaginación. Trabajo fácil para dos niñas. Nos acomodábamos en la sala y el piso se llenaba de ciudades, playas, viajes en el tiempo, bailes y aventuras.

Ese verano todo sería diferente: nuestros primos ahora vivían allí también, con Lita. Y con ellos, nuestra tía, Dulce. Si dos son igual a fantásticas aventuras, ¿cómo sería con cuatro? La emoción no cabía en nuestros pequeños cuerpos. ¡Pasaríamos todo el verano jugando con Sarah y Pablo! Y así comenzó: con nosotras llegando a tempranas horas a casa de Lita, siendo recibidas en pijama y con chocomilk, pero ahora teníamos que guardar silencio, que nuestros primos y tía aún dormían. Cuando por fin despertaban, salían a desayunar y a arreglarse. Nos sentábamos a la mesa para acompañarlos y charlábamos tonterías sobre el día que teníamos enfrente. Cuando terminaban, su mamá les hacía lavarse los dientes y, por fin, eran libres para jugar con nosotras. La casa se transformaba en un campo de batalla, nos arrastrábamos y revolcábamos, hacíamos películas enteras y narrábamos como hacían en los comerciales.

Lita y Dulce salían a veces, a la tienda, a la iglesia, al súper. Ya éramos grandes, éramos cuatro y conocíamos las reglas: no abrir la puerta a nadie, no acercarnos a la cocina y no gritar como loquitos. Se iban y todo en la casa cambiaba, de ser un lugar seguro y acogedor a dar mucho miedo y ansiedad. Sentíamos que nos miraban desde afuera, así que caminábamos agachados bajo las ventanas. “Así no nos verían aunque se asomaran”, pensábamos. Yo era la menor y, aunque todos temíamos, la que más demostraba el miedo que sentía. Pablo a veces se hacía el fuerte, a veces no. Sarah y Casandra eran las más grandes, las más valientes y las más mala onda. Una vez estábamos todos metidos en el cuarto donde ellos dormían, subidos en la cama porque estábamos seguros que había algo debajo de ella. Casandra se bajó de un lado y comenzó a caminar alrededor del colchón. “¡Vaya, pero qué miedosos! Es obvio que no hay nada debajo de l-”. Nuestro grito fue ensordecedor, ¡algo la había jalado! O eso pensamos hasta que la escuchamos reír en el suelo. Lloré, estaba enfadada con ella por haber bromeado de esa forma.

Había días que nos acompañábamos todos al baño, porque cuando Sarah quería mear, no quería hacerlo sola, pero si nos separábamos no era conveniente. Terminábamos tres en la regadera esperando el turno de usar la taza. Lo peor, eran los gritos: siempre que se iban escuchábamos a alguien vociferar nuestros nombres, nos aterraba. Las primeras veces nos asomábamos, ya que la voz sonaba a nuestra tía. “¡Sarah!…”, se escuchaba de la nada. Nos congelábamos, agrupábamos y esperábamos al siguiente. “¡Casandra!…” Se nos helaba la piel. Sarah se aventuraba a asomarse, sólo para descubrir que no había nadie. “¡Pablo!…” ¿Será que sí es nuestra tía y nos está tomando el pelo?, pensábamos. “¡Vale!…” Y sí, al escuchar mi nombre, me ponía a llorar. Intentábamos entender qué es lo que pasaba. ¿Podía ser coincidencia que dijeran nuestros nombres? ¿Habría otros cuatro niños con esos mismos nombres en ese preciso edificio?

Pasaban los días. Fuera de los ratos aterradores que vivíamos cuando nos dejaban solos, todo era felicidad y diversión. Casandra y yo no le contamos a papá y mamá. A nuestra tía le preguntamos sólo una vez, la primera. Frunció el cejo y preguntó cómo hubiera sido eso posible, si había estado en el súper, seguro era nuestra imaginación, éramos niños muy creativos. Y así se siguió el verano. Perfecto en un ochenta por ciento. Pero cuando llegaba ese veinte por cierto en el que salían Lita y Dulce de casa, no tanto.

Buscamos incansablemente una distracción que fuera lo suficientemente sólida para no escuchar los gritos. Poníamos la televisión, pensando que Dexter nos salvaría de escuchar nuestros nombres. Bailábamos en la habitación de Lita, cuya ventana daba hacia dentro del edificio. Nada funcionaba. Ellas se iban y comenzaba el llamado: “¡Pablo!…”, silencio. “¡Vale!…”, otra vez. “¡Casandra!…”, quizá las pausas eran para que nuestro miedo aumentara. “¡Sarah!…”. Y vaya que lo hacía. Si Lita y Dulce tardaban mucho, los gritos daban una segunda o tercera vuelta a los nombres.

Comenzamos a no poder dormir. Llegábamos a casa y nuestra lámpara verde no hacía más que atemorizarnos al recordar el llamado. Me metía en la cama de mi hermana y lográbamos conciliar el sueño. No era necesario hablar de aquello que temíamos, ambas sabíamos que resonaba en nuestras mentes. También disminuyó nuestro apetito, el de los cuatro. Nuestra tía se enfadaba porque no queríamos terminar lo que nos servía de comer, nos regañaba, advertía que no creceríamos, que de por sí estábamos todos flacuchos y pálidos. Nos cansamos de escuchar que el jitomate te saca chapitas y que los chícharos no eran huevos de araña. ¿Para qué queríamos chapitas? Cenábamos Chococrispis con chocolate Hershey’s y nada de verduras.

Dejó de ser gracioso. Nos acompañábamos al baño por un miedo en serio, del que se siente en los huesos, en la boca del estómago. Procurábamos no movernos dentro de la casa, nos daba la impresión de que los gritos empezaban más temprano si nos veían pasar por la ventana de la sala o el comedor. Nos refugiábamos en la habitación de nuestros primos y cerrábamos la cortina. Aún así nos pasaban lista. Hasta que mi hermana un día dijo que ya no más. Lita y Dulce se marcharon al súper, faltaba mucho para la hora de la comida. Jugábamos con Barbies y Max Steels cuando escuchamos el primero, Casandra, y ella respondió: “¿qué quieren?”. Casi esperábamos que le contestaran, y creo que algo así pasó, porque repitieron su nombre, en lugar de seguir con los demás. “¿Quéeee?”, repitió, desafiante, rebelde. Le pedí que parara, que siguiéramos jugando. Por tercera vez, el nombre de mi hermana. Me puse a llorar. “¡No le contestes ya, Casandra!”. Se levantó y se asomó a la ventana, cogiendo la cortina, ya que estaba cerrada. “No pasa nada, ¿ves? No es nadie, no es nada.” Me levanté para quitarla de la ventana y que dejara la cortina en paz, ¡nos podrían ver! Su mano estaba helada. Se sentó en el suelo, tenía la mirada perdida, en blanco. Nos quedamos observándola. Seguro era otra de sus bromas. “¿Seguimos jugando?”, preguntó Pablo. Sarah y yo contestamos que sí, pero Casandra se levantó y salió de la habitación. Nos quedamos ahí, congelados. “Fue al baño, ¿verdad?”, pregunté. Se me salía el corazón. Sarah me miraba pálida, Pablo tenía lágrimas. ¿Qué estaba pasando?

Ese verano todo fue diferente. Había empezado con mi hermana, mi mejor amiga, mi confidente. Terminó conmigo sola. Había empezado con la promesa de grandes juegos y terminó con grandes lágrimas. Un momento estábamos los cuatro juntos y al siguiente éramos sólo tres. Cuando Lita y Dulce llegaron, encontraron a dos niños llorando y a mí dormida en el suelo. Llamaron a nuestros padres, llamaron a la policía. Llamaron y llamaron. Pero Casandra ya no respondió. Ni a los gritos de los vecinos, ni a los de mamá y papá, que también salieron a buscarla. Ni a los míos en medio de la noche.

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